martes, 21 de octubre de 2008

Lavaba penas... planchaba ilusiones...


Angela se llamaba mi abuela materna. Era una mujer alta, de complexión fuerte y morena por el sol que visitaba su piel diariamente. Solo tuvo un hijo, mi padre. Ella nació a principios del siglo pasado, creo que toda su vida vivió en la zona 5, en el barrio conocido como San Pedrito.

Parece que no fue afortunada con el hombre que le tocó por marido. Dicen que él era mas joven que ella, se llamaba Arturo y era de origen Salvadoreño. Su único hijo nació cuando ella tenía 24 años. Mi abuelo, a quien no conocí, la abandonó cuando mi padre apenas era un niño. Nunca más se supo de él. Al parecer era un hombre violento. Mi padre tenía un impedimento en el dedo meñique de la mano derecha, porque un día tomó un pan sin pedir permiso. Su padre como castigo, lo tomó por las manos y lo acercó a las brazas que ardían sobre aquel poyo donde mi abuela cocinaba. Su intención era darle una lección para que nunca más volviera a tomar nada sin permiso de ellos. Afortunadamente solo llegó a quemarle el dedo meñique.

Ella era una mujer muy pobre. Siempre tuvo que lavar y planchar ropa ajena para sobrevivir. Todas las mañanas de madrugada salía hacia el tanque público donde lavaba la ropa. Regresaba al lugar donde vivía como a las 9 de la mañana y la recuerdo venir con su baño de ropa limpia sobre su cabeza, dispuesta a tender la ropa para que se secara con el calor del sol. Aquella ropa blanca era blanca a fuerza de pulmón, sol… y el viejo jabón ámbar que no sé desde cuando existe… No existían todos esos blanqueadores que hoy se venden para hacer mas fácil la tarea de limpieza doméstica.

Por las tardes recogía de los lazos la ropa seca y entonces empezaba la tarea del planchado. Tenía varias planchas, de esas de metal que en la parte superior de abrían para dejar entrar las brazas rojas que calentarían el metal para que al pasar sobre la ropa, como un carrito de fuego, fueran desapareciendo las arrugas. Había ropa que enyuquiyaba para que se pusiera tiesa y luciera más elegante: manteles, camisas blancas, blusas blancas, etc.

A pesar de las penas y el duro trabajo, doña Angela era una mujer que sonreía cuando había que sonreír y carcajeaba cuando el chiste o la broma lo ameritaban. Cuando ya fui joven, recuerdo aquellas tardes que yo la visitaba y sentados, ella en un viejo banco y yo en una silla que no le envidiaba nada al banco, uno a lado del otro, tomados de la mano, pasábamos largos ratos sin decirnos nada pero en un contacto que decía mucho.

Ella cocinaba como nadie. Hacia unos platos tan exquisitos que solo la experiencia le había heredado. Entiendo que se crió con una mujer que no era su madre y que tuvo dos hermanas y un hermano a los que nunca conocí. Recuerdo los frijoles negros cocidos en olla de barro. Las habas tiernas en no se que recado… pero que deliciosas eran! También recuerdo las pacayas tiernas que cocinaba en un chirmolito de tomate que le quedaba de chuparse los dedos.

Como a la mitad de su vida, se puso a vivir con un hombre que solo venía a las horas de comida y a cambiarse de ropa. El para las noches tenía otra mujer. Siempre he creído que para ella él fue como otro hijo a quien tuvo que servir hasta su muerte.

El golpe más duro para ella fue cuando por causa de un accidente mi padre murió. Solo allí pude conocer de frente el dolor… El dolor de una madre al perder a su único hijo. Después de ese evento, todos los domingos ella me esperaba ansiosa para llevarla al Cementerio General a ver la tumba de su hijo. Se paraba frente a ella y podía pasar horas de horas viendo su tumba. Solo Dios sabe que pensamientos pasaban por su mente. Dicen que ir al cementerio enferma pero ella cada domingo encontraba nueva vida al visitar la tumba de su hijo.

Sus últimos años fueron mejores. Vivió con mi hermana hasta el día se su muerte. No puedo olvidar aquella noche que le dije a mi madre: Hoy dormiré en casa de mi hermana porque presiento que el final se cerca… Efectivamente estuve con ella hasta el último momento…

Olor a experiencia… color de alegría…

Don Pancho y doña Moncha, fueron mis abuelos maternos. Ella nació en Coatepeque y él creo que en Quetzaltenango. Siempre vivieron en Coatepeque y nosotros en la capital, por lo que no los frecuentábamos más que en las vacaciones escolares.

Ellos tuvieron 5 hijas y 2 hijos. Mi madre era la mayor de todos.

Mi abuela era de baja estatura pero de recio carácter. Mis tíos recordaban que cuando llegaba el momento de la disciplina los corría con leño en mano y si no los podía alcanzar lanzaba el leño sobre ellos sin importar donde les golpeara. Cuando yo la conocí ya su energía casi se había consumido y con nosotros sus nietos era mas tolerante.

Don Pancho era también de baja estatura y siempre estaba de buen humor. Su vida era plantar y cosechar café. Algunas veces negocios ajenos y otras los propios. Con el aprendí a tapiscar café (cortar el fruto), despulpar, secar y tostarlo hasta llegar al molino. Siempre nos contaba historias de don Chevo, un personaje que a saber si existió pero que siempre era el protagonista de sus historias. Mi abuelo tenía una sonrisa dulce y bonachona. Creo que en su hogar hubo matriarcado y mi abuela fue siempre la dominante.

Todos los años esperábamos las vacaciones escolares para ir a Coatepeque. Pasábamos allá casi un mes, talvez noviembre o diciembre. Era alegre porque nos juntábamos con los primos y jugábamos al fútbol, íbamos a la toma, así le llamaban al río que pasaba cerca de la ciudad, o íbamos a los terrenos donde el abuelo sembraba su café y algunos árboles frutales.

Siempre viajábamos en aquel viejo tren que salía de la estación central de la zona 1 como a las seis de la tarde y llegaba a Coatepeque como a las seis de la mañana del día siguiente, después de una noche durmiendo sobre aquellos asientos de madera de los vagones de 2ª. Clase. Siempre iba un vagón de primera clase pero por ser tres hermanos y mi madre era mas barato en 2ª.

Mi abuela era evangélica y asistía a la iglesia ciertas noches de la semana y por supuesto los domingos. Cuando estábamos en Coatepeque siempre nos llevaba y allí fue donde yo conocí los primeros versículos de la Biblia. Con ella viajamos a varios lugares donde había unos encuentros cristianos que llamaban “conferencias”. Ibamos a Xela, a Mazate, a Reu, etc. Eran alegres y divertidas esos viajes porque nos hospedábamos en carpas o en pequeñas pensiones. Participaban muchos niños y a la hora de comer era alegre ver aquellas largas mesas improvisadas con tablas sostenidas por ladrillos, al igual que las bancas. Había unas grandes cocinas donde muchas mujeres preparaban los alimentos y nunca faltaban los tamales de masa envueltos en hojas de mashan. Los pocillos con café, los atoles, los panes de manteca, tenían un precio que había luego que pagar porque después había que escuchar aquellas largas conferencias donde hablaban dos o tres personas, una detrás de otra, con temas para adultos, mientras llegaba de nuevo la hora de comer…

Mi abuela siempre le echaba las culpas a mi abuelo, por las cosas malas que le pasaban. Ella perdió la vista de uno de sus ojos y decía que había sido culpa del abuelo porque había dejado un clavo mal puesto y ella se había tropezado con el. Siempre fue una viejita enojona y cada vez se ponía peor. Al extremo que a sus hijos se les hacía difícil convivir con ella. Se la turnaban y pasaba un tiempo con cada familia.

Recuerdo que en nuestra casa se ponía detrás de las puertas a escuchar las conversaciones de la familia o las telefónicas. Siempre se confundía y discutía que de ella estábamos hablando y se ponía a llorar como una niña.

El abuelo murió antes. No recuerdo de que murió el viejo pero nos dejó muy buenos recuerdos. Su vida siempre fue el cultivo del café y desde luego disfrutar una buena taza de café.

Mi abuela murió mas tarde. Ella murió creyendo que mi madre todavía vivía, porque por su estado de salud nunca se le comunicó que su hija mayor, mi madre, había fallecido antes.

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