martes, 21 de octubre de 2008

Las hormonas comienzan a despertar...


Por los años 60 y 70 la palabra adolescencia no era muy escuchada en el medio donde crecí. De tal forma que ni supe cuando empezó ni cuando terminó. El bigote heredado de mi padre, empezó a ser más notable cuando tenía trece años. Empecé a notar que mi voz cambiaba. Con frecuencia se escapaban aquellos gallos que provocaban la burla y la mofa de los mayores. Los que estábamos en esa edad ni cuenta nos dábamos del concierto de gallos que habían llegado a vivir al vecindario. De todos los vecinos de la cuadra, mi mejor amigo fue “el negro”. Se llamaba Fernando. Vivía a 2 casas de la nuestra y era el hijo de la señora que nos proveía diariamente las tortillas. El negro jugaba bien al futbol y siempre quiso ser cantante. Siempre vivía tarareando canciones románticas. Le gustaba impostar la voz y deleitarnos con las baladas que estaban de moda. Su canción favorita era "El bardo". Una canción que hablaba de un joven enamorado no correspondido. Cuando el negro probó la bebida, la hizo su compañera y se volvió alcohólico hasta la muerte.

Iba a algunos "repasos" (fiestas organizadas en casa donde la musica sonaba en una vieja radiola)que organizaban en la colonia pero me daba miedo el rechazo y muy pocas veces me sentí con valor de sacar a bailar a alguna patoja. Que bueno que en aquella época ya se bailaba suelto y bastaba con moverse un poco y repetir algunos pasos de esos que veíamos en la tele.

Me ví cautivado por la moda de los pantalones acampanados. Hubo una vez que me hice unos pantalones con un pijazo en el ruedo que contrastaba con tela de otro color que podía lucirse cuando éste se abría. Por supuesto que hubo también pelo largo. Creo que las puntas de mi pelo llegaron a rozar mis hombros. Todavía queda por ahí alguna foto que atestigua que algún día tuve más pelo de lo que hoy queda. Era en ese pelo largo que mi madre confirmaba que había salido con pelo quebrado igual que mi padre. Me gustaba la música en español más que en inglés. El deseo de un "long play" de Sandro, de Leo Dan, Cesar Costa, Enrique Guzman o de Angelica María nunca faltó. Tenía un tocadiscos portátil que cuando se trababa no había más que echarle una manita para seguir con la canción. Aunque no sabía más inglés que el de los básicos, me gustó la música del Credence Clearwater. La que mas recuerdo es la de María la Orgullosa. De los Bee Gees también la Fiebre del Sabado por la Noche y los pasos del John Travolta. La Blanca Palidez, melodía instrumental, también hizo que mis emociones se aquietaran en aquellas noches cuando me preguntaba hacia donde voy y que quiero de la vida?


Mi primera ilusión

A los once años mi madre me inscribió en una academia para aprender a escribir a máquina. La academia se llamaba El Quetzal y quedaba como a 4 cuadras de la casa. Yo asistía todos los días por una hora durante la mañana, ya que por las tardes iba a la escuela.

En aquel tiempo las máquinas eran mecánicas (como la máquina antigua que tenemos en casa), esto ocurrió más o menos en el año 1965, nosotros ni siquiera conocíamos las computadoras en ese tiempo y no estoy seguro si ya se habían inventado.

Mi profesor de mecanografía se llamaba Raúl, era una persona muy sería y estricta pero siempre amable. Siempre estaba vestido de un traje azul, no usaba corbata y siempre lucía presentable. En el salón había unas 20 o 30 máquinas de escribir y en ciertas horas todas estaban ocupadas. Cuando eso ocurría aquellas viejas máquinas de marca Ralda o Remington sonaban al unísono como en un concierto de letras del alfabeto que marchaban para formar las palabras de aquella letanía.

Utilizaba un “método”. Una especie de libro donde teníamos las instrucciones de lo que había que hacer diariamente. Sobre el mismo, el profesor ponía con un sello, la fecha de la lección del día. Para atestiguar la fecha también estampaba el mismo sello en la hoja de papel periódico donde se había escrito el ejercicio de práctica. Al principio era tedioso porque recuerdo que teníamos que aprender a colocar las manos sobre el teclado y los dedos índices se colocaban, el izquierdo sobre la letra “F” y el derecho sobre la “J”…. la primera lección era fj fj fj fj fj fj…. Después de escuchar el taca ta taca taca ta taca hasta llenar la página venía la sellada del método y de la hoja. Si había más de cierto número de errores había que repetir la página. Con el tiempo la práctica se tornaba mas interesante porque tenía que hacer párrafos y luego cartas y más tarde tabulaciones. Si Bill Gates hubiese nacido unos 50 años antes que fácil hubiera hecho nuestras vidas con el microsoft y el Windows.

Estuve por 2 años para sacar el título de MECANOGRAFO, cuando concluimos hubo graduación, fiesta y me entregaron un título que recuerdo era muy grande. Casi del tamaño de los que entregan hoy en la universidad. Recuerdo que llegué a escribir más de 40 palabras por minuto y el secreto estaba en no ver el teclado para escribir, los dedos tenían que recordar que letras debían presionar, generalmente las que están más cercanas, a esto le llamaría hoy “memoria digital”

En la academia conocí a una niña que se llamaba Rosa Janeth. Me gustaba llegar a la misma hora para verla. No se cuando empecé a darme cuenta que me gustaba… era morena clara, tenía su pelo largo y una cara de inocencia que invitaba a volverla culpable. A veces estaba de uniforme de diario porque en las mañanas asistía a la academia y en las tardes al colegio. Talvez era uno o dos años mayor porque estaba en primero básico y yo todavía en sexto. Con el tiempo descubrí que Rosa Janeth vivía como a 2 cuadras de la academia. En su casa había tienda y algunas veces me gustaba pasar frente de la tienda para ver si la veía en el mostrador. La cámara lenta no me ganaba mientras pasaba frente a la puerta. Nunca hablamos mayor cosa, más que saludarnos con buenos días. Alguna vez me regaló una amable sonrisa como esa que se adivina en el retrato de la monalisa.

Para el 15 de septiembre el colegio siempre organizaba un certamen para elegir a una reina que salía en el desfile luciendo su belleza sobre una carroza. Esa vez le tocó a Rosa Janeth ser candidata. Para ganar necesitaba vender el mayor número de votos. Cada voto valía 2 centavos. Por supuesto que aproveche reunir todos los centavos que me fue posible para comprarle votos y lograr que ella ganara la elección. El deseo de verla como reina me llevó a quedarme con los vueltos de los mandados que mi madre me pedía. Creo que no fui ajeno al “gavetazo” de aquellos centavos que encontré mal puestos en la casa. Hoy no recuerdo si ella ganó el reinado pero sigo creyendo que merecía ser una reina porque era, según yo, la más hermosa. En aquel tiempo sonaba una canción que se llamaba “Amor de Estudiante” que me gustaba y sentía que coincidía con aquella nueva emoción que estaba experimentando con Rosa Janeth. Me parecía que la letra de la canción encajaba palabra por palabra con mi historia de amor de aquellos años.

Todas las navidades cuidaba a los bolos de mis amigos que siempre eran mayores. Doña Ofe donde nos reuníamos en esas fechas, fue testigo de mi primera parranda con sus hijos Virgilio y Juan. Aquella jauría de amigos fue feliz contando que Otto por primera vez se había echado los tragos.

La experiencia de beber no fue buena. Nunca aprendí a beber por placer como todos. Las pocas veces que lo hice fue para dejar escapar de mi a un personaje distinto al que se veía en la sobriedad. Feliz, bailando y bromeando hasta terminar en un llanto al recordar los pasajes tristes de mi vida.

Tenía 16 años cuando mis amigos con más experiencia se dieron cuenta que yo le gustaba a Violeta. Una chica flaca que me miraba de una forma extraña y que siempre trataba de hablar conmigo. Creo que una apuesta con mis amigos me llevó a pedirle que fuera mi novia. Nunca sentí nada por ella y aquel primer beso aprendido en la tele se hizo realidad. En ese tiempo pasaban en la radio un programa donde los oyentes mandaban cartas narrando sus historias de amor. El locutor con mucha elocuencia las leía, hacía los diálogos de las parejas y al final incluía un bolero que le solicitaban. Aquel programa se llamaba “boleros inolvidables”. La fui a encaminar a su casa y al estilo de boleros inolvidables le pedí que me diera ese beso que para ella fue su realización y para mi solo una nueva experiencia.

Después seguí con la hermana de Otto, la hermana de Daniel hasta llegar con la novia de Otto. Fue ahí donde aprendí a no ser celoso y a compartir.

Perspectivas...


Todavía no termino de entender porque cuando fui niño busqué siempre amistad con personas mayores. Mis padres y don chepe, compadre de mi papá, dicen que siempre fui muy serio.


Por acompañar a mi hermano a la Universidad Popular, estudié un tiempo artes plásticas. El maestro Rodolfo Galleotti fue mi mentor de escultura. Recuerdo el primer trabajo que tuvimos que hacer, el cual era una replica de una ladrillo con las justas medidas de un modelo de esos que vemos en las construcciones. Luego teníamos que modelar un tecomate que en su parte mas gruesa tenía un trapo humedo con varios pliegues o arrugas que ya complicaban la labor de modelaje. En la clase de acuarela no puedo olvidar las enseñanzas del maestro Carrera, quien utilizaba por modelo bolsitas de café quetzal acompañadas de otras cosas para completar un bodegón. Me llamaba mucho la atención entrar a las clases de dibujo desnudo. Decían que las modelos eran reales, pero por ser menor de edad no me dejaban entrar. Recuerdo también la clase de cerámica con sus cilindros en un material gris que se modelaba chorizo por chorizo hasta darle la forma deseada.

Mi sueño fue siempre ser maestro primero y después médico. Cuando escogí mi carrera de nivel medio, como estudiaba de noche y trabajaba de día, busqué escuela nocturna que tuviera magisterio y no encontré. Tuve que estudiar Perito Contador en la Escuela de Comercio. Ahora he llegado a la conclusión que siempre estuve en capacidad de estudiar y concluir cualquier profesión que me hubiera propuesto alcanzar.

El examen vocacional de la USAC me ofreció como vocaciones ideales: medicina, psicología y auditoría. Por cuestiones económicas y de trabajo tuve que optar por la auditoría a pesar que mi deseo era estudiar medicina. Creo que tengo la sensibilidad del caso para ser médico y favorecer a los necesitados. Sin embargo, la consultoría y la auditoría que son áreas mercantiles me permiten ser más frío en los negocios porque no es una vida la que esta en juego.

Nunca hubo una conversación directa con mis padres en cuanto a lo que ellos esperaban de mi profesionalmente. Lo que si esperaban ellos era hacer de mi un hombre responsable, honrado y con deseos de llegar a estar en mejor situación de la que ellos estuvieron. Mi padre era un albañil y mi madre una niñera.
Pude compartir con ellos dos los frutos de mis profesiones como Perito Contador y como Auditor. Como mi madre vivió más años fue mas afortunada en acompañarme en algunas circunstancias de la vida que fueron mas placenteras que las que mi padre pudo darle.

Aún tengo en mi corazón el deseo de estudiar derecho porque he descubierto que me apasionada la interpretación de las leyes y que su dominio puede colocarme en una situación de ventaja frente a mis colegas auditores dedicados a la asesoría en materia tributaria.

La ciudad donde viví....


Nací en la capital. He vivido aquí durante toda mi vida. He sido testigo de la transformación que ha sufrido la ciudad a lo largo de cincuenta años. Al principio vivimos en la zona 4 y cuando yo tenía 3 o 4 años nos mudamos a la colonia Florida, donde viví hasta los 36 años. Después y hasta la fecha viví en zona 7 y zona 11.

Tomar una camioneta # 7 de la línea EGA, que por cinco centavos nos llevaba desde la Florida hasta el Parque Central en zona 1 o Ciudad nueva en zona 2, donde quedaba “el extremo” (así se llaman los lugares donde inicia o termina una ruta de camionetas urbanas). De la zona 1 vienen a mi mente aquellos paseos por la sexta avenida. Bajarse de la camioneta en el Portal del Comercio frente al Parque Central y empezar a caminar por toda la sexta avenida hasta llegar a la dieciocho calle. Era alegre vitrinear o por la sexta hasta el parque Gómez Carrillo o por la quinta desde dicho parque hasta la dieciocho calle. En aquel tour peatonal era posible detenerse en Mixtas Frankfurt para saborear unas mixtas y una agua gaseosa. En la 18 calle había un restaurante que se llamaba El Zócalo, donde nuestros padres eventualmente nos invitaban a comer. Allí nos disputábamos con mis hermanos la deliciosas boquitas con las que acompañaban alguna bebida que mi padre ingería. Había un almacén que se llamaba Los Regalitos donde siempre mis padres buscaban el regalo para alguna pareja que había decidido contraer matrimonio. Era un almacén donde vendían de toda clase de útiles para el hogar, especialmente cristalería, peltre, china, etc. Allí en la dieciocho también mi madre solía buscar en Calzado Condal un par de zapatos de esos elegantes que usaba en ocasiones especiales.

En aquel tiempo mi mamá iba al mercado casi todos los días. Era allí donde se compraba todo lo necesario para la casa. Aunque Paiz ya existía en la zona 1 y posteriormente en Utatlán, a mis padres les parecía que los precios en el mercado eran más favorables. Ir a Paiz era como hacer un tour anual para buscar algún objeto muy especial o para conocer que novedades habían llegado al país.

El Obelisco, Las Américas o a la Reforma eran lugares para un paseo dominical. De esos paseos que se podían hacer una vez al mes o de vez en cuando.

La gente mas adinerada vivía en la zona 10. Hablar de zona 10 antes era como hablar hoy de ciertos sectores de Carretera a El Salvador o de zona 16. La zona 10 era un sector residencial donde se podían ver casas muy bonitas en medio de terrenos grandes. Cuando algunos personajes empezaron a mudarse a Carretera a El Salvador, vendieron sus propiedades para la instalación de restaurantes o de grandes edificios modernos.

En la zona 4 había un edificio construido en una cuchilla sobre la séptima avenida. Me imagino que por eso le pusieron por nombre El Triángulo. Este edificio llegó a ser punto de referencia para muchos encuentros de parejas, de negocio o simplemente punto de coincidencia para que los amigos se encontraran antes de ir al cine o a echarse los tragos.

Recuerdo que vi la construcción del edifico de Finanzas Públicas y todavía ví la Penitencieria Central que se encontraba donde hoy está la Torre de Tribunales y la Corte Suprema de Justicia. En ese recinto se albergaba a todos los hombres que por alguna razón pagaban las sentencias que cobraban el precio de años de cárcel por algún delito cometido. En dicho lugar mi padre estuvo preso por mas de dos años a causa de haber sido detenido por comerciar con aguardiente clandestino. En esa carcel solo dejaban entrar a las mujeres y a los niños menores de cierta edad. Por supuesto los hombres adultos entraban pero solo podían verse con los presos a través de una malla metálica donde juntaban las palmas de sus manos a manera de saludo. Todos los días mi abuela me enviaba con unas portaviandas que llevaban el menú del almuerzo y de la cena. Al día siguiente se repetía la escena, dejaba los nuevos menus y me devolvían los trastos sucios del día anterior. Esto para evitar que recibiera el “rancho” que allí ofrecían. Dicen que el rancho incluía arroz y frijoles que era recibido en botes que un día sirvieron de depósito para comida enlatada. Todos los domingos lo visitabamos y tuve la oportunidad de conocer algunas historias de la carcel. De esas que dan miedo y que te encaran con el dolor y la maldad. Cuando desocuparon dicha Penitencieria, antes de demolerla la abrieron al público. Por unos cuantos centavos, cual museo del terror podía uno entrar y conocer bartolinas, sectores de confiscación de reos y hasta el famoso “Triángulo” donde se separan a los reos mas peligrosos de aquel lugar. Por supuesto que yo pagué mis centavos para entrar a conocer aquellos lugares que solo por las historias conocía. No puedo borrar de mi mente la curiosidad, la nostalgia y la tristeza con la que recorrí palmo a palmo cada uno de los recintos de aquella carcel. Aquellas notas escritas en las paredes por los presos eran conmovedoras. Aquello que solo se veía en las películas podía verse crudamente en aquella visita masoquista.

El edificio de la Muni ya existía y había mas burocracia de la que hoy podemos ver. Hoy te ofrecen café y música de marimba, mientras que antes de ofrecían gritos y ofertas de corrupción para hacer los trámites más rápidamente.

El Palacio Nacional era utilizado para albergar las oficinas de todos los ministerios del gobierno. Había unos rótulos negros con orilla plateada y unas letras que identificaban el ministerio o la institución de gobierno. Dichos rotulo estaban colocados en el dintel de aquellas puertas que para mi estatura me parecían cual gigantes bocas que se abrían para tragar un expediente o un reclamo o una audiencia en busca de una gestión justa o un favor inmerecido.

La ciudad ha cambiado mucho. Las ventas informales han inundado las banquetas de los principales paseos de la zona 1. Nos da miedo ir “al centro” porque la violencia y la contaminación se han apoderado de las calles, las avenidas y las hermosas residencias que hoy forman parte del centro histórico, calificado como patrimonio cultural del país.

Ha llegado la tecnología, las gradas electricas y los centros comerciales. Han aumentado los vehículos de tal forma que las calles ya no alcanzan para movilizarse en las horas pico. Ahí esta la Municipalidad tratando de rescatar aquellos lugares de antaño que remueven la nostalgia y el recuerdo.

Amigos y juegos...


Casi toda mi infancia la viví en nuestra casa de la Florida en la zona 19 de Guatemala, no vayan a pensar que en Miami. Aquella casa construida al frente. Circulada por troncos de izote y palos de jocote de corona que fueron sembrados para advertirle a los vecinos que esa era la frontera entre su casa y la nuestra. Con frecuencia subíamos a los jocotales, con sal en mano para saborear desde la galería de una rama, las tiernas hojas que sabían igual que un jocote de esos verdes de corona. De esos que provocan que todos los músculos de la cara entren en movimiento como consecuencia del efecto que causa el sabor ácido en el paladar.

Tenía tres hermanos. Uno mayor y 2 menores. Podíamos salir a la calle sin ninguna limitación. Las únicas condiciones que teníamos era regresar a las horas de comida, antes de las 10 de la noche y no arruinar ropa ni zapatos. Por las noches acostumbrábamos ir donde don Carlos a ver tele. El cobraba un centavo para que a partir de la 6 o 7 pudieramos entrar a una improvisada luneta que había en la sala de su casa, donde un par de ladrillos y una tabla hacían las veces de banca para soportar a varios niños comiendo chocos, helados o cualquier cosa de las que allí mismo vendían. Habían chocobananos, chocopapayas, chocopiñas, hasta chocopan de manteca llegaron a inventar aquellos improvisados mercaderes. Los días de las mejores series de televisión se formaban hasta 4 bancas llenas de niños. En aquella tele en blanco y negro conocimos a aquel llanero solitario que provocaba que al día siguiente muchos de nosotros con antifaz negro y montados en un palo de escoba, que hacía las veces de caballo, corrieramos gritando “ballo silver”. Conocimos a los pica piedras y a los supersónicos que eran las mejores caricaturas de aquel tiempo. Mirábamos Bonanza y el Gran Chaparral para ponerse su buena dosis de violencia y emoción a la noche. Aquel super agente 86 que mostraba exageraciones para aquel tiempo pero realidades hoy. Como el zapato que ocultaba un teléfono inalámbrico o las puertas que tenían un sensor y se abrian automáticamente sin siquiera tocarlas.

En cualquier noche de función, de repente se oía un ruido extraño que no provenía de la televisión. Y alguien preguntaba Mucha quien fue? Puf como hiede! A la mucha, ese comió indio y ni siquiera los caites le quitó! o El primero que lo sintió bajo la cola le salió!

En la medida que cada familia fue adquiriendo su propio televisor aquel alegre cine improvisado fue disminuyendo.

Mi papá tenía un amigo que trabajaba en El Tirador. Este le dijo un día: te puedo traer una tele de demo y si te gusta la compras y si no la devolvemos. Que alegría. La pusimos sobre un ropero y aunque era pequeña, durante unos quince días no tuvimos que ir donde don Carlos. Teníamos nuestra propia tele y podíamos ver a la hora que quisieramos y por supuesto la programación que más nos gustara. Que bueno que en aquel tiempo a los canales no les daba para funcionar las 24 horas del día porque si no aquello se hubiera vuelto permanencia voluntaria. Lamentablemente mi padre hizo sus números y no le alcanzaba para los abonos de la tele que los apuntaban en unas tarjetas celestes o amarillas que llevaba un motorista para cobrar. Tuvo que devolver la tele y otra vez tuvimos que ir a la de un len cuanto teníamos.

En nuestra colonia habían 2 cines con pura luneta. Una era el REX y el otro era ALEX. Estaban como a 5 cuadras de mi casa y muy cerca uno del otro. Hoy en día el que era el ALEX alberga a una despensa familiar. El otro me parece que lo han vuelto una casa. El REX era el de mas cashé y valía 25 centavos los domingos en la tarde y exhibían 2 películas. Allí conocí a Pepe el Toro, los Ricos también lloran, al Enrique Guzman y a la Angelica María. Me gustaban las de vaqueros, esas que emulaban a Pancho Villa y a Gabino Barrera. Entre cada película había un intermedio y uno podía levantarse a la improvisada tienda a compras bebidas y chucherias.

El otro cine. El Alex, ese era más gacho. Olía a creolina y creo que valía como 10 centavos. Cuando la economía familiar no andaba muy bien, ni modo teníamos que ir al ALEX aunque no era de nuestra preferencia. En este hacían una actividad que le llamaban beneficio y por 5 centavos exhibían varias películas. Aquellos beneficios eran kilométricos, en ellos venían los 3 chiflados, chucho el roto, y otros que ustedes podrán recordar de aquel tiempo.


Con mis hermanos jugamos capirucho. Los haciamos con aquellos carrizos de madera, desgastando un extremo con chay (pedazo de vidrio) para hacerle el sombrerito y el otro extremo reducido a pura cuchilla para poner la pita. Un palito al extremo de la misma y listo a jugar los cienes de los que no fui “callo”.

Jugabamos también chamuscas en la calle con pelotas de trapo y algunas veces de las medias que a los doñitas les sobraban porque se les había ido un hilo. Por cierto nunca supe a donde se les iba pero las escuchaba decir se me fue la media.

Rompiendo el cordon umbilical...


Era un viejo edificio verde en forma de escuadra. Era de madera y el patio no tenía paredes, por lo que cualquiera que no era alumno podía entrar o cualquier alumno podía irse de capiuza sin mayor problema. Antes de cumplir los 6 años, cuando pasábamos frente a la escuela me causaba ansiedad porque sabía que algún día me llegaría el turno para entrar a la escuela. Las primeras letras me las enseñó mi padre. La instrucción paterna para la lectura fue rígida y no olvido el castigo que sufrí cuando en vez de decirle que la plana del día era la EME la respondí que era la mmmm.

Justo a los 6 años ingresé a la escuela Panamericana en la colonia Florida (z19). Era una escuela para varones donde asistíamos por las tardes porque por las mañanas la ocupaban las niñas. Allí estudié toda la primaria. Mi primer día de clases fue traumante. Como muchos, lloré cuando me desprendí de mi madre por causa de mi primera jornada de estudios. Saber que mi hermano mayor estaba en aquella misma escuela en tercer grado, no fue ningún consuelo para mi. No recuerdo el nombre de mi maestra de primero, aunque no tengo ningún mal recuerdo de ella.

Recuerdo a mi maestra de segundo, se llamaba Magda Odilia Farfán y era cariñosa y maternal con nosotros. Impactó mi vida tanto que me recuerdo de su nombre completo.
Durante segundo nos mandaron a otro espacio físico mientras demolían la vieja escuela de madera y construyeron la escuela que después tuvo la forma de un cuadrado con una sola puerta de entrada y donde ya nadie podía entrar o salir sin la debida vigilancia.

En aquella nueva escuela recibí la refacción escolar de la que hoy tanto hacen tanto alarde los políticos. Alianza para el Progreso nos trajo Avena, otros días nos trajo queso kraft que para aquellos años era un lujo. Algunas veces nos dieron solo leche y cuando corrimos con mas suerte nos dieron frijoles blancos. Mmm que buenas eran las refacciones porque muchas veces comíamos lo que no había en casa.

Luego vino tercero con la maestra Ondina y esa si que era ruda. Hoy, tendría que vérselas frente al Procurador de los Derechos Humanos. Nos pedía aprender de memoria las lecciones y llegado el momento los que no las sabían, eran parados en fila frente a áquel pizarron verde que al pegarse a él dejaba la huella blanca del yeso. Al final de la clase, ella agarraba su chicote de cola de caballo y pasaba con su fuerte brazo castigando las piernas de aquellos que no supieron decir que teníamos 1 frontal, 2 parietales, 1 occipital y el resto que aún hoy no recuerdo. Entonces en la ropa quedaba la huella del yeso y en las piernas las huellas del castigo. Cuando llegó octubre y vi mi certificado de tercero aprendí la palabra REPROBADO. Recuerdo que le pregunté a mi madre, ¿qué quiere decir REPROBADO? y por supuesto me la explicó y el certificado completó mi comprensión cuando leí que “no sería promovido de grado”. Esta parte no quiero que mi hijo la conozca, si no hasta que sea adulto, porque de saberla hoy la buscaría de justificación para perder un año.

Repetí tercero y no me recuerdo quien fue mi maestra. Los años siguientes ya no tuve problema. Había aprendido muy bien el significado de la palabra REPROBADO y sus consecuencias. Recuerdo de 5º y 6º. al profesor Marco Tulio Quiroa. Fue muy bueno, lastima que murió un año después que nos sacó de sexto, llegamos a tener tan buena relación que llegué a conocer su casa y a sufrir mucho cuando supe de su muerte.

Durante la primaria no tuve ninguna asignatura preferida, ni siquiera educación física, porque no me gustaba. Tenía temor de los juegos en equipo porque siempre me culpaban de la derrota o de mi torpeza al jugar cualquier deporte.

No me gustaba estudiar. Iba porque ni modo había que ir. Los únicos días bonitos eran los de principio de clases cuando estrenaba mis útiles nuevos. Pasados un par de días el encanto de lo nuevo desaparecía por la tortura del estudio. Como todo niño muchas veces desee ser grande para no estudiar. Creía que los adultos eran más felices.

Amigos preferidos en la escuela no tuve, solo mis vecinos de la cuadra, porque había un doble motivo, estudiábamos en la misma escuela y éramos vecinos.

Inmediatamente que salí de la primaria, mi madre me inscribió con sacrificios en el Aqueche. Como era un número grande de estudiantes en primero básico, nos pusieron en un anexo del Aqueche que habilitaron en el edificio del central para varones, frente al congreso. De aquel año recuerdo que en la tienda todos los días compraba polvorosas porque era para lo único que me alcanzaba. Creo que me aburrí tanto de ellas que ahora difícilmente las como. Creí que los estudios en básico los iba a ganar como en la primaria, sin mayor esfuerzo y no fue así. En octubre me enteré que perdí Mate y Musica. Me examiné de retrasadas en enero y como no las saqué mi madre me dijo ¡se acabó!
Se acabó la beca y entonces empecé a trabajar de lo que se pudo, lustrador, carpintero, tapicero, carnicero, etc.

Recuerdo que en aquel tiempo el lustre valía 5 centavos y cuando me daban 10 me ponía tan féliz. Hoy vale 3 quetzales y si el lustrador se lo merece le dejo 5, pensando que él sentirá aquella misma felicidad que yo sentía.

Cuando a mis 16 años tomé clara conciencia de la necesidad de estudiar, entré a un Instituto Nocturno de AEU, donde me relacioné solo con adultos. Me tocó sostener los estudios por mi mismo porque mi madre fue fiel a su sentencia. Nunca más me volvió a ayudar para el estudio. Y por supuesto creo que esa medida fue la que me hizo valorar mi inversión en la educación. Allí saque mis 3 años de básico con excelentes notas, a pesar del trabajo diario. Allí aprendí el ABC de la revolución y por esa causa un día el director nos expulsó a un grupo de estudiantes que no acatábamos sus normas.

Mi niñez fue feliz en la medida de las circunstancias.

Lavaba penas... planchaba ilusiones...


Angela se llamaba mi abuela materna. Era una mujer alta, de complexión fuerte y morena por el sol que visitaba su piel diariamente. Solo tuvo un hijo, mi padre. Ella nació a principios del siglo pasado, creo que toda su vida vivió en la zona 5, en el barrio conocido como San Pedrito.

Parece que no fue afortunada con el hombre que le tocó por marido. Dicen que él era mas joven que ella, se llamaba Arturo y era de origen Salvadoreño. Su único hijo nació cuando ella tenía 24 años. Mi abuelo, a quien no conocí, la abandonó cuando mi padre apenas era un niño. Nunca más se supo de él. Al parecer era un hombre violento. Mi padre tenía un impedimento en el dedo meñique de la mano derecha, porque un día tomó un pan sin pedir permiso. Su padre como castigo, lo tomó por las manos y lo acercó a las brazas que ardían sobre aquel poyo donde mi abuela cocinaba. Su intención era darle una lección para que nunca más volviera a tomar nada sin permiso de ellos. Afortunadamente solo llegó a quemarle el dedo meñique.

Ella era una mujer muy pobre. Siempre tuvo que lavar y planchar ropa ajena para sobrevivir. Todas las mañanas de madrugada salía hacia el tanque público donde lavaba la ropa. Regresaba al lugar donde vivía como a las 9 de la mañana y la recuerdo venir con su baño de ropa limpia sobre su cabeza, dispuesta a tender la ropa para que se secara con el calor del sol. Aquella ropa blanca era blanca a fuerza de pulmón, sol… y el viejo jabón ámbar que no sé desde cuando existe… No existían todos esos blanqueadores que hoy se venden para hacer mas fácil la tarea de limpieza doméstica.

Por las tardes recogía de los lazos la ropa seca y entonces empezaba la tarea del planchado. Tenía varias planchas, de esas de metal que en la parte superior de abrían para dejar entrar las brazas rojas que calentarían el metal para que al pasar sobre la ropa, como un carrito de fuego, fueran desapareciendo las arrugas. Había ropa que enyuquiyaba para que se pusiera tiesa y luciera más elegante: manteles, camisas blancas, blusas blancas, etc.

A pesar de las penas y el duro trabajo, doña Angela era una mujer que sonreía cuando había que sonreír y carcajeaba cuando el chiste o la broma lo ameritaban. Cuando ya fui joven, recuerdo aquellas tardes que yo la visitaba y sentados, ella en un viejo banco y yo en una silla que no le envidiaba nada al banco, uno a lado del otro, tomados de la mano, pasábamos largos ratos sin decirnos nada pero en un contacto que decía mucho.

Ella cocinaba como nadie. Hacia unos platos tan exquisitos que solo la experiencia le había heredado. Entiendo que se crió con una mujer que no era su madre y que tuvo dos hermanas y un hermano a los que nunca conocí. Recuerdo los frijoles negros cocidos en olla de barro. Las habas tiernas en no se que recado… pero que deliciosas eran! También recuerdo las pacayas tiernas que cocinaba en un chirmolito de tomate que le quedaba de chuparse los dedos.

Como a la mitad de su vida, se puso a vivir con un hombre que solo venía a las horas de comida y a cambiarse de ropa. El para las noches tenía otra mujer. Siempre he creído que para ella él fue como otro hijo a quien tuvo que servir hasta su muerte.

El golpe más duro para ella fue cuando por causa de un accidente mi padre murió. Solo allí pude conocer de frente el dolor… El dolor de una madre al perder a su único hijo. Después de ese evento, todos los domingos ella me esperaba ansiosa para llevarla al Cementerio General a ver la tumba de su hijo. Se paraba frente a ella y podía pasar horas de horas viendo su tumba. Solo Dios sabe que pensamientos pasaban por su mente. Dicen que ir al cementerio enferma pero ella cada domingo encontraba nueva vida al visitar la tumba de su hijo.

Sus últimos años fueron mejores. Vivió con mi hermana hasta el día se su muerte. No puedo olvidar aquella noche que le dije a mi madre: Hoy dormiré en casa de mi hermana porque presiento que el final se cerca… Efectivamente estuve con ella hasta el último momento…

Olor a experiencia… color de alegría…

Don Pancho y doña Moncha, fueron mis abuelos maternos. Ella nació en Coatepeque y él creo que en Quetzaltenango. Siempre vivieron en Coatepeque y nosotros en la capital, por lo que no los frecuentábamos más que en las vacaciones escolares.

Ellos tuvieron 5 hijas y 2 hijos. Mi madre era la mayor de todos.

Mi abuela era de baja estatura pero de recio carácter. Mis tíos recordaban que cuando llegaba el momento de la disciplina los corría con leño en mano y si no los podía alcanzar lanzaba el leño sobre ellos sin importar donde les golpeara. Cuando yo la conocí ya su energía casi se había consumido y con nosotros sus nietos era mas tolerante.

Don Pancho era también de baja estatura y siempre estaba de buen humor. Su vida era plantar y cosechar café. Algunas veces negocios ajenos y otras los propios. Con el aprendí a tapiscar café (cortar el fruto), despulpar, secar y tostarlo hasta llegar al molino. Siempre nos contaba historias de don Chevo, un personaje que a saber si existió pero que siempre era el protagonista de sus historias. Mi abuelo tenía una sonrisa dulce y bonachona. Creo que en su hogar hubo matriarcado y mi abuela fue siempre la dominante.

Todos los años esperábamos las vacaciones escolares para ir a Coatepeque. Pasábamos allá casi un mes, talvez noviembre o diciembre. Era alegre porque nos juntábamos con los primos y jugábamos al fútbol, íbamos a la toma, así le llamaban al río que pasaba cerca de la ciudad, o íbamos a los terrenos donde el abuelo sembraba su café y algunos árboles frutales.

Siempre viajábamos en aquel viejo tren que salía de la estación central de la zona 1 como a las seis de la tarde y llegaba a Coatepeque como a las seis de la mañana del día siguiente, después de una noche durmiendo sobre aquellos asientos de madera de los vagones de 2ª. Clase. Siempre iba un vagón de primera clase pero por ser tres hermanos y mi madre era mas barato en 2ª.

Mi abuela era evangélica y asistía a la iglesia ciertas noches de la semana y por supuesto los domingos. Cuando estábamos en Coatepeque siempre nos llevaba y allí fue donde yo conocí los primeros versículos de la Biblia. Con ella viajamos a varios lugares donde había unos encuentros cristianos que llamaban “conferencias”. Ibamos a Xela, a Mazate, a Reu, etc. Eran alegres y divertidas esos viajes porque nos hospedábamos en carpas o en pequeñas pensiones. Participaban muchos niños y a la hora de comer era alegre ver aquellas largas mesas improvisadas con tablas sostenidas por ladrillos, al igual que las bancas. Había unas grandes cocinas donde muchas mujeres preparaban los alimentos y nunca faltaban los tamales de masa envueltos en hojas de mashan. Los pocillos con café, los atoles, los panes de manteca, tenían un precio que había luego que pagar porque después había que escuchar aquellas largas conferencias donde hablaban dos o tres personas, una detrás de otra, con temas para adultos, mientras llegaba de nuevo la hora de comer…

Mi abuela siempre le echaba las culpas a mi abuelo, por las cosas malas que le pasaban. Ella perdió la vista de uno de sus ojos y decía que había sido culpa del abuelo porque había dejado un clavo mal puesto y ella se había tropezado con el. Siempre fue una viejita enojona y cada vez se ponía peor. Al extremo que a sus hijos se les hacía difícil convivir con ella. Se la turnaban y pasaba un tiempo con cada familia.

Recuerdo que en nuestra casa se ponía detrás de las puertas a escuchar las conversaciones de la familia o las telefónicas. Siempre se confundía y discutía que de ella estábamos hablando y se ponía a llorar como una niña.

El abuelo murió antes. No recuerdo de que murió el viejo pero nos dejó muy buenos recuerdos. Su vida siempre fue el cultivo del café y desde luego disfrutar una buena taza de café.

Mi abuela murió mas tarde. Ella murió creyendo que mi madre todavía vivía, porque por su estado de salud nunca se le comunicó que su hija mayor, mi madre, había fallecido antes.

Las casas de mi infancia...


Aquel lugar me parecía divertido, tenía tanto espacio que podía moverme de un lado a otro y eso podía tomar mucho tiempo, talvez horas, no lo sé, me ayudaba con una larga cuerda, a veces braceaba, a veces me colgaba de ella y otras me balanceaba como si estuviera en un columpio. Dicen que los primeros dos meses me apodaban embrión y después me llamaron feto. Más tarde no se como me decían. Me sentía tan cómodo en aquella casa, a veces había mucho movimiento y otras veces reinaba la calma. Fui el segundo inquilino en aquella casa, mi hermano mayor la habitó primero. Allí aprendí a jugar con mis manos y mis piernas, ni siquiera tenía conciencia de mis extremidades pero me servían para empujarme y para dar vueltegatos. Aprendí a conocer los sentimientos mas profundos de mi madre cuando oía el cambio de la frecuencia del pum pum de su corazón. Alli, sin tener entrenador aprendí a nadar hasta que el ambiente fue reduciendose o más bien sin percatarme era yo el que había aumentado de largo y de grueso.


Colonia Lima

Cuando me expulsaron de mi primera casa, fui inquilino temporal de un sanatorio llamado “materno infantil”, ni siquiera tenía conciencia del lugar, pero apenas duré allí 2 o 3 días.

Mis padres y mi hermano mayor Vivian en un sector de la zona 4 llamado colonia Lima, a pocos pasos de donde hoy se encuentra 4 grados norte. No puedo recordar como era el ambiente en aquella casa, al principio solo veía sombras que se movían y apenas podía discernir los colores, con estos ojos que venían con una sentencia de miopía y astigmatismo, no se si por causa de él o de ella o talvez de ambos. Ni siquiera recuerdo a aquel niño –mi hermano- que se acercaba a mí con la curiosidad de saber como era y con la intención de jugar conmigo como si fuera un muñeco al que se puede jalar y llevar y traer.

Tampoco recuerdo como me movieron, solo se que a los 3 años ya vivía en una colonia llamada Santa Marta, allá por la zona 19, muy cerca de la Florida.

Vivíamos en un cuarto de esos que se anunciaban en los barrios por medio de un rotulo de lata o de cartón, colocado en una ventana que decía “se alquila cuarto a pareja sin niños”. Para aquel tiempo ya éramos tres varones. Quizás como consecuencia de un alboroto que tuvieron nueve meses antes mis vecinos de cama, mis padres.

Solo teníamos un espacio adicional que servía de cocina y comedor. La mesa era de madera de pino cubierta con un carpeta plástica, de esas que evitaba que los constantes derrames de tres traviesos niños provocaran su pronto deterioro. Mi madre cocinaba con gas corriente de ese que se compraba en la tienda por galón o por botella. Los juegos con mis hermanos iban desde los carritos que funcionan con el motor de un par de labios relajados soplando hacia fuera trrrrrrrrrr trrrrrrr, de esos que no reconocían las señales de transito y que pasaban sobre muebles, sobre el piso, o sobre lo que encontraran a su paso. Eso cuando estábamos adentro y si estábamos afuera, de esos que pasan por encima de las loderas o los capós de los automóviles que se encontraban parqueados en el vecindarios, talvez sonaba divertido el rechinido de las llantas del carrito sobre aquella superficie brillante y de color que atraía.

Mi hermano menor vivía en un cajón de esos de madera, que creo que servía para empaque, seguramente mi papá lo había traído de la aduana central donde trabajaba Ese cajón hacia las veces del corral donde los niños aprenden a sentarse y a dar sus primeros pasos agarrados del cuadrilátero que forman sus paredes.

El único que estrenó ropa, juguetes y accesorios de bebé fue mi hermano mayor, ya que los ex patrones de mi madre, de la casa donde había sido niñera, vivían en una condición económica que les permitió regalarle cuna, araña en aquel tiempo, andador hoy, juguetes, hasta los nombres le ayudaron ellos a escoger a mis padres. Cada vez que nacía un hijo les daban una lista de nombres que rimaban con el apellido ENRIQUEZ, según ellos. A mi hermano mayor le llamaron CESAR AUGUSTO, a mi hermano menor JULIO ROLANDO y a mí OTTO RENE. De esa cuenta hoy puedo hacer chiste que mi primer nombre es de origen alemán, el segundo es francés, mi apellido paterno español y el materno que denuncia mis raíces mayas: CAYAX.

Cuando esta casa se quedó sin techo por causa de un huracán, tuvimos que emigrar a la casa de un amigo de mi padre, quien como a refugiados nos acogió en un cuarto de su casa en la Florida, mientras pasaba la emergencia. Aquella emergencia se alargó unos dos o tres años y don chepe tuvo que soportar 3 muchachitos destruyendo su casa y a un cuarto que venía en camino.

Mi cuarto hermano nació cuando aún vivíamos en la casa de don Chepe. Recuerdo su imagen antes que cumpliera un año, había un clavo en el patio de la casa, que le servía de ancla a aquel andador que sacaba ya su cuarto turno para servir de equilibrio a un niño que estaba a punto se soltar la andada, como decían mis padres.

Por fin mi papá logro comprar un lote allí mismo en la Florida, haciendo una sociedad con una mi tía materna, para que cada uno tuviera derecho a medio lote. En su medio lote, él, como era albañil, con sus propias manos, en jornadas de fin de semana, construyó un cuarto de adobe para usos múltiples. Servía de dormitorio, de sala y de comedor. Dejó un corredor que servía de cocina mientras no llovia. Por fin teníamos casa propia con un terreno inmenso de 10 x 30, de esos que ahora ya no se logra encontrar.

El baño de aquella casa le llamaban inodoro y era un pozo ciego que quedaba hasta el ultimo metro del lote. Estaba cubierto por paredes con adobe de canto, cubierto hasta la altura que el pudor requería. Mientras el usuario estaba de pie tenía vista panorámica hacia fuera. Mientras el usuario estaba sentado parecía que no había nadie en dicho recinto.

Durante el verano el agua potable se acarreaba de unos chorros públicos donde había que hacer cola para traer el agua en aquellos botes que un día habían servido para guardar en la tienda la manteca vegetal o talvez la de coche. En el invierno era mas divertido porque de la canal que recogía el agua llovida del techo, se juntaban toneles de agua, que luego servían de piscina para el baño semanal que tocaba en día lunes.

En esa epoca ya podíamos compartir con mis hermanos y vecinos otros juegos como las chamuscas en aquella calle polvorienta en el verano y lodosa en el invierno que no conocía los drenajes y mucho menos el asfalto. Las corrientes de agua que bajaban por aquellas calles erosionaban la calle, pero hacían el río propicio para que nuestros barcos de papel compitieran hasta donde la vista podía alcanzar después que eran arrastrados.